El abismo es un rostro sin ojos,
un sueño roto que llueve cenizas,
y yo,
marioneta de hilos invisibles,
camino en su borde.
Mis pies tocan su orilla de humo,
mientras el cielo se desploma en fragmentos grises.
No hay final para esta danza de sombras,
ni voz en el vacío
que recite el destino de los que caen.
Una niebla espesa se aferra a mis brazos, a mis dientes,
sabe de mi nombre y lo silencia,
con una caricia áspera y paciente.
Siento, a lo lejos, una constelación que parpadea,
pero el espacio es solo un murmullo desordenado,
espejos que reflejan nada.
Me asomo al vacío y escucho el eco de un grito
que no reconozco
y que, sin embargo, me nombra.
A cada paso, el suelo se deshace,
los relojes se doblan en sus círculos imposibles,
y el tiempo se convierte en un susurro inútil,
en un río negro sin cauce.
Y yo,
con las manos llenas de polvo,
recojo pedazos de mí mismo,
un rompecabezas que nadie pidió,
un caos que nadie ordenará.
La existencia me mira desde su rincón de niebla,
como un dios ausente que se desmorona,
y en su gesto encuentro la risa de la nada,
el refugio en la eternidad vacía.
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