El tiempo de la infección (novela)
Capítulo 1: La Arquitectura de la Sospecha
Adrián Ferraro, un hombre cuya principal ambición vital parecía ser evitar el contacto visual con cualquier delivery de Rappi o folleto de free tour por San Telmo, se despertó con el zumbido de una heladera. No era “su” heladera—la suya, una vieja Siam de la década del 70 que mantenía sus alimentos congelados con la melancolía de un bandoneón desafinado, se había resignado al silencio veinte años atrás, conservando ahora solo el polvo y una colección de etiquetas de precios de la hiperinflación—sino el zumbido de todas las demás heladeras del conventillo de Almagro, una vasta, inaudible sinfonía de compresión y enfriamiento que se filtraba a través de los muros como una radiación de baja frecuencia.
Era viernes. O eso creía Adrián, cuyo trabajo como archivista de Medios Discontinuados en la Sub-Dirección de Información Anacrónica (SUBDIA, como se le conocía con un escalofrío en ciertos círculos burocráticos de la Ciudad Autónoma) había erosionado su sentido de la semana hasta convertirlo en una masa informe de días consecutivos, diferenciados solo por el color del café que bebía (lunes: espeso y vengativo, con el sedimento de una bronca histórica; viernes: diluido y resignado, listo para el bajón).
Su pareja, Livia Bravo, ya estaba despierta, sentada en el único sillón de cuero petróleo que no había sucumbido al moho del invierno perpetuo de la ciudad. Livia era diseñadora gráfica, o, más precisamente, paleo-diseñadora, especializada en recrear, con una fidelidad casi mística, los logotipos corporativos de empresas que habían desaparecido antes de la invención del color digital. Ella afirmaba que había una pureza entrópica en el diseño de un logotipo fallido. En ese momento, estaba intentando decodificar el ángulo de inclinación de un búho heráldico que había pertenecido a una cadena de ópticas clandestinas de los años treinta.
“El búho tiene la joroba del 2001”, comentó Adrián, observando la tensión en su cuello.
“El búho tiene miedo”, replicó Livia sin levantar la vista. “Está diseñado para inspirar confianza visual en la corrección, pero la curva de su ala es diez grados demasiado baja. Un error de diseño que predijo la quiebra de 1934. Una infección geométrica, si se quiere”.
“Una infección geométrica”, repitió Adrián, saboreando el concepto. Livia siempre lo obligaba a enfrentar la idea de que la ruina no era un evento, sino una propiedad inherente a las cosas, una especie de latencia viral.
La infección era, de hecho, el tema central, aunque no reconocido, de su pequeño círculo de relaciones. Había comenzado sutilmente, no con toses o fiebres, sino con lo que el Dr. Zapiola, un ex-parasitólogo con un entusiasmo inusual por los tónicos victorianos y un registro cuentapropista de monotributo en la categoría más baja, había llamado el ‘Déficit Cognitivo Afebril’.
El Dr. Zapiola, que ahora se dedicaba a vender elixires de grosella y quinina por correo, había sido el primero en reportar un síntoma verdaderamente inquietante. La semana anterior, durante una de sus reuniones obligatorias de los jueves por la noche (un ritual de siete años que consistía en discutir la obsolescencia de los utensilios de cocina), Zapiola había afirmado que su sentido del tiempo se había vuelto no lineal.
“No es que esté viajando en el tiempo, Adrián”, había insistido Zapiola, agitando un vaso de Fernet con una mano que parecía pertenecer a un relojero francés del siglo XVIII. “Es que mi percepción del tiempo es ahora un objeto tridimensional. Si intento recordar un martes pasado, debo rotar el objeto hasta que el martes quede visible. Y, por ende, el miércoles, que debería venir después, a menudo ya no está ahí. Se ha ido. Es un vacío temporal, como un feriado puente que se auto-anula.”
Livia, siempre la pragmática, lo había atribuido a la sobredosis de un tónico llamado Jarabe de la Señora Pimple para la Melancolía Uterina, o quizás al abuso de alfajores de maicena en la merienda, pero Adrián había sentido una punzada de reconocimiento. En su propia oficina, se había dado cuenta de que cada vez que abría una caja de archivos sobre la tecnología de videocaseteras Beta, sentía una profunda memoria de haber vivido esos años, a pesar de haber nacido en 1989. El pasado se estaba volviendo un lugar más concurrido, y él era el único que parecía notar a los polizones fantasmales.
En su mesa de cocina, que era en realidad una tabla de madera rescatada de un contenedor con un soporte tambaleante, Adrián encontró una nota de Livia:
A: Llama a Dora. Me temo que su última pieza es un autorretrato literal. Lleva dos días sin parpadear. Pedí también la opinión de Elías Cicerón sobre las tasas de interés negativas. Necesito algo de ruido de fondo para esta ala de búho.
Isadora “Dora” Flumen era la segunda figura clave en su círculo de contagio. Era una artista conceptual cuyo trabajo había pasado de instalaciones de luz de neón que documentaban la neurosis urbana a, más recientemente, la organización obsesiva de motas de polvo. Su última obra, titulada “Anamnesis Pulverulenta”, era, según la descripción de Livia, “un cuarto lleno de polvo del Barrio Norte, meticulosamente catalogado por origen geológico y antigüedad”.
Adrián marcó el número de Dora en su teléfono fijo—se negaba, por principio ludita, a poseer un dispositivo móvil, creyendo que la conectividad constante era la peor forma de aislamiento y la mejor forma de espionaje del mundo.
Dora contestó al sexto timbrazo, su voz tan plana y reverberante como el eco de una protesta en la 9 de Julio.
“Adrián. Estoy con curaduría”, dijo.
“¿Con el polvo, Dora? Livia dice que estás... ¿literalmente inmóvil?”
Hubo un silencio que se extendió hasta que Adrián pudo escuchar el sonido del viento filtrándose por una grieta en la moldura de su ventana, un sonido que le recordaba a la respiración cansada del siglo XX.
“He perdido el amarillo”, confesó Dora. “No el recuerdo del amarillo, o la palabra *amarillo*. Simplemente la capacidad de verlo. Mi cerebro lo traduce al gris porteño. Es el color de la traición, Adrián. La infección ha apuntado a mi paleta. Lo único que me queda es el ocre de la humedad y el gris de la frustración.”
Adrián pensó en el Dr. Zapiola y su tiempo tridimensional. Pensó en Livia y su propio padecimiento silencioso: una persistente, punzante sensación de que su brazo izquierdo amputado (había perdido el brazo en un accidente con una máquina en 2003, una larga historia burocrática) estaba aún ahí, solo que no de forma física, sino acústica. Ella juraba que podía escuchar el pulso de su muñeca perdida.
“¿Y qué dijo el Dr. Zapiola?”, preguntó Adrián.
“Zapiola cree que es una ‘Sinestesia Negativa Inducida por el Azufre en el agua corriente’”, respondió Dora con un tono de voz que sugería que no creía en Zapiola ni en la Sinestesia ni en el Azufre. “Yo creo que es la retribución cromática por el voto que hicimos colectivamente en 1998.”
Este era el punto: las enfermedades no eran lógicas. Eran metafísicas, o, peor aún, literarias. Eran síntomas de una narración invisible que se estaba reescribiendo a su alrededor.
Adrián colgó y se preparó para contactar al último miembro vital de su cuarteto.
Elías Cicerón.
Si el resto del grupo eran aficionados a la neurosis, Elías era el profesional. Era un analista de datos para una compañía de seguros que se especializaba en calcular el riesgo de colapso de infraestructuras históricas (un negocio sorprendentemente lucrativo en la Ciudad Autónoma). Elías era carismático, pulcro, y totalmente incapaz de tener una conversación que no girara en torno a la “Deuda Entrópica del Universo” o la “Tasa de Interés de la Causalidad”.
Adrián lo encontró, como de costumbre, en El Rincón de la Máquina, un bodegón ruidoso en Boedo que se jactaba de tener las peores milanesas y el peor café de la ciudad, una decisión que, según Elías, era una “declaración económica nihilista de gran sofisticación y un hedge perfecto contra la inflación del gusto”.
Elías estaba sentado ante una pila de diagramas de flujo y un cortado tan frío que la espuma se había convertido en una costra.
“Adrián”, dijo Elías, su voz extrañamente suave, como si estuviera leyendo el informe del fin del mundo a un niño dormido. “Tu presencia aumenta la probabilidad de que mi café se derrame en un 1.48%. Es el principio de la incertidumbre sociológica, la misma que explica el dólar blue.”
“Decime, Elías, Livia tiene una pregunta para vos sobre la obsolescencia y los logotipos, pero antes, háblame de la infección.”
Elías no se inmutó. “Ah, la ‘Enfermedad del Patrón Roto’. Sí. Zapiola, Dora, Livia. Vos, Adrián, con tu obsesión por el ruido de las heladeras. Es perfectamente predecible. Es la manifestación de una falla de sistema a nivel meta-narrativo.”
Se inclinó, y la intensidad de su mirada—unos ojos grises que parecían haber visto la tabla de verdad del INDEC y se habían decepcionado—casi hizo que Adrián se echara para atrás.
“Verás, Adrián. Los humanos generamos entropía. Desorden. Cuando nos enfermamos de gripe, es una batalla de entropía biológica. Pero nosotros… nosotros estamos generando orden negativo. Estamos tan sobre-informados, tan bombardeados por patrones—noticias, algoritmos, memes, planes quinquenales—que nuestro subconsciente ha comenzado a purgar el desorden necesario para la vida. Dora pierde el amarillo. Zapiola pierde la linealidad. Livia escucha su brazo. Yo… yo he empezado a entender demasiado.”
“¿Entender qué?”
“Todo. Los diagramas de flujo de las cloacas de la ciudad. El porqué de la caída de los mercados de valores de 1929. El teorema fundamental de la cocción de los fideos secos. Y cada vez que entiendo un patrón, pierdo una capa de emoción. La comprensión es mi fiebre, Adrián. Y esta comprensión se está transmitiendo. Es una infección por claridad excesiva.”
Adrián se sintió mareado. Elías sonaba tan seguro, tan calmado. Mientras que los otros se quejaban de sus síntomas, Elías los analizaba con una frialdad casi inhumana.
“Y la pregunta de Livia”, recordó Adrián, intentando anclar la conversación en lo mundano.
“Ah, el búho artrítico”, sonrió Elías, y por un momento pareció casi humano. “Las tasas de interés negativas. Decile a Livia que la razón por la que las empresas fallan no es la mala gestión, sino que llegan a una paradoja narrativa. Su logotipo, el búho, promete visión a largo plazo, pero su capital solo puede existir en el presente instantáneo, ajustado por inflación. La tasa negativa es la forma en que el universo le dice a la gente: ‘Tu tiempo no vale nada, pero aún tenés que pagarme por tomarlo prestado’. Es el síntoma macro-económico de la misma infección que tenés en tu brazo acústico, Livia: la deuda del tiempo no vivido.”
Mientras Elías explicaba la relación entre el tipo de cambio del zloty polaco y la incidencia de la melancolía estacional en los bibliotecarios de la Biblioteca Nacional, Adrián sintió el familiar pellizco de la paranoia. Siempre había asumido que era él, Adrián Ferraro, el núcleo de la neurosis del grupo, el único que podía conectar el ruido de las heladeras a la conspiración global de los productos lácteos. Pero ahora, con el tiempo tridimensional de Zapiola, el color perdido de Dora, y la aterradora claridad de Elías, se dio cuenta de que él era solo un nodo en una red que se estaba sobrecargando.
¿Y si Elías no estaba analizando la infección? ¿Y si él era el vector? Su calma, su capacidad para racionalizar lo absurdo, era casi una inmunidad. Como si la enfermedad lo hubiera transformado en su agente de relaciones públicas.
Adrián se despidió de Elías, la cabeza llena del sabor amargo del conocimiento inútil. Al salir del bodegón, miró hacia el cielo de la ciudad, una manta monolítica de gris plomizo. Vio un grupo de palomas en el alféizar de un edificio. Cualquiera habría notado que una de ellas tenía una pata de metal protésica, o que sus ojos giraban a una velocidad no biológica. Adrián solo notó que una de ellas parecía estar demasiado quieta. No durmiendo, no observando. Simplemente inmóvil, como una mota de polvo de Dora, perfectamente alineada con la grieta en el hormigón.
Elías había dicho: "La comprensión es mi fiebre."
Adrián pensó: "La quietud es el primer síntoma."
Llegó a casa. Livia no estaba. En su lugar, había una nueva nota en la mesa, escrita con la caligrafía de diseñador que parecía un intento de máquina de escribir antigua.
A: Zapiola llamó. Su tiempo no lineal ha colapsado. Cree que ahora está viviendo a una velocidad de 1.5x. Está en el Parque Centenario, intentando atrapar una hora que, según él, se le escapó. Fui a verlo. No toques la Siam. Me parece que el zumbido de todas las heladeras es, en realidad, el sonido de una sola. Y está en nuestro edificio.
Adrián se acercó a su Siam silenciosa y polvorienta. Puso su oreja contra el metal frío y sintió un latido, no el sonido de un motor, sino algo más profundo, como el tictac de una bomba de tiempo narrativa, programada para detonar. Y en el corazón de esa bomba, una sola persona, inocente o maligna, era el motor del desorden. Elías Cicerón. O quizá Livia Bravo. O el mismo Adrián Ferraro.
La Arquitectura de la Sospecha se había completado, y ellos estaban atrapados en sus planos.

